De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el
centro del pueblo llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era
una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y
materiales de los otros pueblos: rastrojos de una guerra civil que cada vez
parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo
contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de
piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los
escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las
calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente,
al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose
hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo y un corral
para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los
desperdicios de los otros pueblos.
Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana,
arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los
hospitales, de los salones de diversión, de las plantas eléctricas,
desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón
del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera o un atadillo de
ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el título
militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.
Hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos
llegaron en la hojarasca y construyeron pequeñas casas de madera, e hicieron primero
un rincón donde medio catre era el sombrío hogar para una noche, y después una
ruidosa calle clandestina, y después todo un pueblo de tolerancia dentro del
pueblo.
En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras
desconocidas, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas
en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas,
muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos;
nosotros éramos los forasteros; los advenedizos.
Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos
la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez,
pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha
lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo
detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los
recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y
salió a recibirlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y
solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los
gérmenes de la tierra.
(Macondo, 1909)